Solo el olor a gasolina me ofende más que la manía de calificar ciertos ingredientes como humildes. A veces, esta plaga afecta a carnes y pescados. Caballa, panceta, arenques, mejillones y salchichas de pollo han cargado con este sambenito y han sido etiquetados como modestos sea cual fuere el grado de calidad que ostentasen: el más fino y delicado de los mejillones siempre ha sido y siempre será tildado humilde, por lustrosas que tenga las barbas. Ahora bien, en cuanto a humildad se refiere, desde que el bacalao colgase los hábitos y renegase del voto de pobreza, los vegetales son quienes se han alzado como reyes de la virtud del comedimiento. Cuatro humildes patatas, un puñado de humildes lentejas, una modesta cebolla. Todos esos ingredientes tienen en común ser baratos. ¿Con eso basta para asignarles la virtud de la humildad?, ¿puede una cebolla ser virtuosa?
Al decir que una cebolla es humilde defendemos que una cebolla puede tener no solo consciencia de sí misma (paso previo necesario para pronunciarse sobre los asuntos del bien y del mal), sino de sus límites. Deducimos, además, que puede tomar, y toma, la decisión libre de llevar una vida de recato y contención, sin alardes ni muestras de heroísmo, y sin inquietudes demasiado apasionadas. Una cebolla humilde carece de nobleza, y no solo sabe que es una cebolla, sino que decide andar el camino de la sumisión y el abatimiento. Sabe ser discreta. Eso significa ser humilde.
Y me pregunto qué opina la cebolla al respecto, si acaso nadie se ha parado nunca a contemplar un campo de cebollas en plena floración y si es posible no ver en cada inflorescencia enarbolada por cada bulbo un estallido pirotécnico, un cetro enjoyado, un bastón real que, como un puño alzado al cielo, proclama cuál es el lugar de la cebolla en el mundo.
Prima de lirios, tulipanes y narcisos —nada menos—, está en la historia de nuestra alimentación desde el día uno. Es la más consumida y cultivada del mundo, y la que se menciona más veces en las tablillas de arcilla babilónicas que guardan, en deliciosa escritura cuneiforme, la receta de cocina más antigua de todas, fechada hace más de 4.000 años. Ella, y nadie más que ella, fue elegida para llenar las cuencas de los ojos del faraón Ramsés IV en su viaje hacia la otra vida. Era la única capaz, así lo creían los egipcios, de reavivar el aliento de los muertos y, a la vez, guardar, con su forma esférica y sus anillos concéntricos, los secretos de la inmortalidad.
Es nutritiva, fácil de cultivar, buena para almacenar, sencilla de transportar, y viene equipada de serie con un envase biodegradable que, además, sirve, tostado y caramelizado, para realzar, vigorizar y perfumar salsas y caldos. Habiendo sido el alimento elegido por Alejandro Magno para infundir valor y coraje a sus tropas, la cebolla cegaría y hundiría en un mar de lágrimas ejércitos enteros si decidiese activar su arsenal químico. Tal es su poder. Poder que no duda en desatar todas y cada una de las veces que una le hace frente con un cuchillo.
No me queda más remedio que meter a Nietzsche en esto. Lo hago porque debo. Esto no habría pasado si nadie hubiese decidido asignar cualidades morales a los ingredientes. El alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche, uno de los filósofos más grandes e influyentes del siglo XX, distingue dos sistemas morales: el de los señores, los fuertes; y el de los esclavos, los débiles.
La moral de los señores lo es de la plenitud, el esplendor y la fuerza. La de los esclavos, de la utilidad. En el marco del siervo, lo bueno es lo que favorece la supervivencia del débil en condiciones de inferioridad. En cada uno de estos dos sistemas, las mismas palabras tienen significados distintos. Cuando el señor o el poderoso dice de algo que es “bueno”, esto significa noble, aristocrático, valiente, magnánimo, orgulloso, fuerte, alegre y risueño. Cuando es el esclavo quien define el “bien”, se refiere a aquellas cualidades que podrían aliviar su condición de afligido: la compasión, la humildad, la paciencia, la caridad y la fraternidad.
No soy capaz de imaginar a la cebolla si no es andando por la calle erguida, altiva y soberbia; vestida de lila, con un brillo burleta en la mirada y La Genealogía de la Moral de Nietzsche debajo del brazo, riéndose en voz alta de ese mal vicio de los hombres de atribuir valor moral al hecho de tenerse por poca cosa, esconderse y someterse. Cebolla, tú barata, sí, pero reina, y orgullosa.
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